De una dispar colección de objetos la gramola despierta en mí una dicha que me conmueve. No podría asegurar de su autenticidad. Para mí es un objeto que emana recuerdos, que estimula ser contemplado de manera hipnótica. No conservo mi gramola por un fetichismo de objeto. No soy un anticuario sino un acechador de los objetos que portan atmósferas de sueño. Poder reparar con paciencia un objeto del pasado para que cumpla de nuevo la función que poseía es un placer incomparable al que deberían prestar atención todas las personas dedicadas al arte. La imaginación infantil, natural, posee frente ante la techne de un objeto, dos ímpetus bien remarcados: bien desentrañar el objeto aunque tenga que ser destruido o desmembrado, o bien devolver la vida a un objeto que lleva mucho tiempo sin funcionar. Hay una iniciativa iconoclasta, natural, en la imaginación que le atrae desentranar, romper, fragmentar los juguetes, los objetos, los símbolos, las imágenes; hay una tendencia también natural que retoma los principios de la conservación.
Mi gramola y las sensaciones que despierta a mi imaginación como objeto cargado de onirísmo me revela esta necesidad humana de tomar en los objetos que forman parte de nuestra vida centros de posesión íntima. Descubrir estos centros de posesión íntima proyectados en objetos familiares nos acerca al placer de las primeras posesiones infantiles. La infancia es el espacio imaginario donde aún conservamos nuestros más preciados talismanes. Siempre pienso en esas cajas de hojalata donde cualquier cosa encontrada componía un universo de juego en las tardes aburridas de la infancia. Un "me aburro" y la imaginación se orienta insaciable a depositar en cualquier objeto, por sencillo que sea, el estímulo de una ensoñación.
Lo que me ocurre cuando giro con mucho cuidado la manivela de mi gramola y sobre el plato cubierto de terciopelo poso un disco de pizarra, es que mi imaginación me transporta a las imágenes de una felicidad que no me pertenece. Fue la felicidad de otras personas las que me convierten en un acechador, en un voyeaur de los recuerdos ajenos.
La oigo sonar distante en alguna habitación del pasado, en algún ángulo de una habitación...en alguna hora olvidada del tiempo...
Hay que retroceder en el tiempo y pensar en el día que llegó por primera vez un gramófono a una casa y ocupó el prestigio más elocuente del mobiliario. Hasta ese momento los sonidos grabados, la música diferida, no existía. Debió de ser una sensación bastante insólita para las personas que por primera vez escucharon sus tonadillas preferidas en una gramola. Los discos de pizarra se conservan dentro de libros apergaminados y se inscriben las letras de las canciones, el año, el nombre del cantante. Es el gran suceso familiar.
Hay una similitud entre la aguja que se posa en el surco y la pluma que se posa en el papel, y por esto en algunos discos de pizarra hay grabada la alegoría de un ángel que se posa con una pluma cobre la elípsis del disco. La pluma que escribe, la aguja que suena. Hasta la llegada del gramófono la poesía, la literatura era una de las pocas fuentes donde escuchar los sonidos diferidos del mundo. Pero se necesita una elevada sensibilidad como lector como para captar los sonidos del mundo a través de palabras que son leídas en una página literaria. Los libros no suenan, es la mente la que recoge tonalidades sonoras al adentrarse en el espacio de las palabras. Decir que un lector puede oír lo que lee nos resulta bastante chocante, más cuando en nuestra época somos incapaces ante la abundancia de estímulos externos tener esta capacidad de concentración. Esta capacidad se ha mermado pues nos es difícil comprometer nuestra sensibilidad con los diferentes espectros del silencio -que van desde el murmullo, el susurro más tenue, a los sonidos mentales, los sonidos imaginarios e inaudibles (platonismo). Nuestro tiempo ha hecho desertar del lenguaje los placeres provocados por las sonoridades íntimas, las sonoridades insólitas de la mente.
He estudiado en las tiendas de antiguedades las primitivas gramolas y me sorprende el hecho de como hay una simpatía formal con una botánica de ensueño. Son flores, conchas de mar, recibe su forma los epítetos de una fantástica floral, toda la fantástica de las conchas de mar. Apegar una concha de mar a la oreja es el origen remoto del gramófono. Hay una ley de la imaginación en esta exuberancia y es que se necesita aportar a la técnica esa plusvalía de fantasía formal y aportar todas las potencialidades de una imaginación animal o vegetal. Se necesita hacer del objeto un ser...
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